No me gusta comprarme ropa, no es algo con lo que disfrute. Si pudiera comprarlo todo en la misma tienda y rapidito, lo haría. Aún así, como no me quedaba más remedio, hace dos días empecé mi peregrinar por las tiendas de zapatos, que era lo que buscaba.
La sorpresa fue cuando en la primera tienda me dijeron que no tenían talla 39. «¡Qué raro!» pensé, hace ya muchos años que mi pie se quedó en esa talla, no es mi culpa. Mido 1,69 y tengo un 39 de pie. Cosas de la vida.
En la siguiente zapatería, una más grande, con mucho más género, al preguntar también por unos zapatos de verano abiertos pero no demasiado, me respondieron los mismo. «No hay talla 39 en hombres, no se fabrican», ¡joder!, ¿desde cuando se ha decidido que los hombres no podemos tener talla 39 de pie? ¿Cuándo me he quedado fuera de esa categoría?
En todas las zapaterías por las que pasé, me dieron la misma respuesta, las tallas de hombre empiezan en la 40. De los modelos que me gustaban, la 40 no me quedaba del todo bien, y me negaba a comprar algo sabiendo que, o no me gustaba o me quedaba algo grande.
Las opciones eran buscar en la zona de mujer o de niño. Del tipo de zapato que buscaba había algún modelo de mujer que no estaba mal y que no se explicaba que tuviera género, pero eran muy estrechos de empeine, se conoce que soy de pie de niño pero de empeine muy masculino. La opción de buscar en la zona infantil no me pareció. Llevar zapatos de los Minions era excesivo.
Al final encontré uno de la talla 40 que me quedaba lo suficientemente justo como para que me los comprara con gran alegría, y para celebrarlo me fui con la familia a comer a un restaurante italiano, una franquicia de las que abundan ahora. Al pedir el postre, me decanté por un combinado de café, un mini tiramisú y dos bolitas de chocolate:
— ¿Cómo quiere el café, solo o cortado?
— Con leche y un poco de café
— No, solo puede ser solo o cortado
— …
— Puedo traerle un cortado y un poco de leche aparte y usted se rellena.
— ¡Ah!, vale…muchas gracias
¿Cuándo esta sociedad globalizada ha empezado a tomar decisiones por su cuenta olvidándose de las personas que conforman esa sociedad? ¿Quién decide que desde junio yo paso a tener pie de niño? ¿Qué dueño o corporación decide que se puede hacer un cortado pero no un manchado?
Podía ahora ponerme a criticar esta sociedad cada vez más rígida, plagada de leyes, de normas, de estándares que dejan fuera a los que no estamos en la media. Podía darme la tentación de elogiar las sociedades pequeñas, donde conoces a todo el mundo y el zapatero te podía hacer unas sandalias a medida y el camarero conoce la temperatura exacta al que te gusta el café, caliente, pero que no queme.
Podía tener, como digo, esa tentación, y seguramente mucha gente estaría de acuerdo, pero justo esta semana he tenido un curso de empresa donde he vuelto a ver a un compañero, de otro centro de trabajo, con el que tuve mis más y mis menos. Una de esas personas con las que es imposible llegar a ningún acuerdo ni hablar las cosas con calma. Una persona al que le quisimos poner un parte por negarse a hacer su trabajo y que nos amenazó con tirarnos por las escaleras.
A pesar de vivir y trabajar en la misma ciudad, hacía tres años que no me lo había vuelto a encontrar y, tras una semana muy incómoda en que hemos estado los dos jugando al «no te veo, no te veo», me ha hecho replantearme las ventajas de vivir en una gran urbe. Tal vez, llevar unas zapatillas de los Minions, no sea tan malo.