Muchos hemos visto con sorpresa la noticia donde el joven presidente Macron flirtea con el potente gremio de cazadores francés, hablando de resucitar la práctica de las «cacerías presidenciales», jornadas venatorias, que hasta hace dos décadas, eran una práctica habitual en Francia, donde empresarios, políticos y hasta mandatarios de otros países, cerraban tratos y negocios. Desgraciadamente nos suena tan familiar…
Cuando la caza dejó de ser una actividad prioritaria para conseguir comida, y fue superada por la ganadería y la agricultura, es muy lógico que se escindiera en dos tipos de cazadores: el pueblo, que lo usaba para completar la dieta, y los nobles, que teniendo cubierta esa necesidad, la usaban para mantenerse en forma y divertirse. Había nacido el primer deporte de la historia.
Para la Grecia Clásica, la caza era un «ejercicio divino» y los héroes como Ulises, lo practicaban. La modalidad de caza con perros fue muy apreciada también por la Antigua Roma, que pasó por varias etapas en las que se vio con mejores o peores ojos. Durante la República se consideró indigna para las gentes libres, precisamente por su carácter aún muy pragmático, de conseguir comida, mientras que en el Imperio hubo un cambio de mentalidad al respecto y fue a los esclavos a los que se les prohibió esta práctica.
En la Europa Medieval, sabemos por multitud de tratados que la caza era una práctica habitual de nobles y reyes. Era tal la afición de algunos, que incluso nuestro insigne biólogo Jose A. Valverde llegó a asegurar que si todavía existían osos en la Península Ibérica era gracias a la especial protección de ciertas zonas de uso exclusivo para los muchos reyes cazadores que hemos tenido, desde los primeros Alfonsos a los Juan Carlos.
Para los caballeros, la caza mayor no era solo un divertimento, sino un entrenamiento para la guerra en tiempos de paz. Curiosamente, la misma mentalidad existía en un lugar tan lejano como Japón, donde los Daimyos, (los señores feudales japoneses) empleaban la caza, y en especial la cetrería, como preparación para la batalla.
Para los pobres, el pueblo, quedaba la caza de subsistencia, los lazos, las trampas, donde poder coger caza menor como si no se fueran a acabar nunca. La imagen romántica de salir al amanecer con los perros para traer un conejo o dos, con suerte, contrasta con los tradicionales y ya prohibidos Parany, o las centenarias Palomeras, donde en el 2017 se capturaron casi 5.000 torcaces en los Pirineos.

Por eso, no debe sorprendernos que en épocas modernas las clases altas hayan seguido con su afición por la caza. Franco era tan aficionado, que incluso algún ministro de la época ha llegado a confesar que había meses en los que el Generalísimo reducía su trabajo a diez días al mes, por estar el resto haciendo lo que de verdad le gustaba, matar perdices.
Berlanga nos plasmó con maestría este submundo en La escopeta nacional, donde vemos cómo los verdaderos negocios se hacían con una escopeta en la mano.
Pero para quien añore esos tiempos dorados, no hay que preocuparse. La tradición continúa y ahora sabemos que los pelotazos urbanísticos de la trama Gürtel se hacían en cacerías organizadas por Francisco Granados y David Marjaliza en fincas de lujo como La Parrilla, La Solana, Los Yébenes, Los Berrocales y Los Collados de San Benito donde había «venados a cascoporrillos»
Ahora ya tenemos algo de qué hablar con nuestros vecinos franceses.