Allá por 1240, Centro Europa era un hervidero de reinos, príncipes, emperadores y Papas. En un ambiente de guerras y luchas por el poder se escribió el De arte venandi cum avibus, o El arte de cetrería de Federico II.
Federico II fue un personaje muy movido. Se quedó huérfano con tres años de su padre, el rey Enrique VI, fue nombrado rey de Sicilia al año siguiente y, tras la muerte de su madre poco después, quedó bajo la protección/encierro del Papa Inocencio III.
Desde entonces, su relación con los representantes de Dios en la tierra fluctuó, pero en general no fue buena. Había una razón de peso para ello. Por linea directa, la familia Hohenstaufen, a la que pertenecía Federico, eran los legítimos herederos del Gran Imperio Germánico y del Reino de Sicilia, lo que dejaba en el medio el Estado Papal.
La preocupación de los diferentes Papas fue siempre intentar que Federico no unificara los dos territorios en una sola mano, pues temían que pudiera cerrarla en cualquier momento y aplastarlos.
Aún así, llegó a unir en alguna ocasión los dos reinos, no sin que el Pontífice de turno intentara por todos los medios, incluidas las traiciones o la difamación, que perdiera alguno de ellos. Entre otras cosas fue excomulgado dos veces.
Otro motivo por el que no era bien visto en Roma era por su buena relación en general con los musulmanes. A pesar de sus negativas, al final tuvo que aceptar hacer las cruzadas en 1228 pero, en lugar de combatir, llegó a un acuerdo con el Sultán por el que los cristianos recuperaban durante 10 años Jerusalem, Belén y Nazaret. En su propia tierra, Sicilia, el trato a la población musulmana había sido correcto y mantenía una correspondencia frecuente y extensa con sabios del mundo árabe. Todo ello le valió ser llamado el anticristo por unos Papas que solo entendían el uso de la fuerza con el infiel.
De esa correspondencia, sin duda, surge su libro de cetrería, uno de los más antiguos y más importantes de la Edad Media y, entre las copias que nos han llegado, el objeto de este artículo es el que se conserva, curiosamente, en la biblioteca del Vaticano.
Este manuscrito, realizado en la segunda mitad del s. XIII, no contiene los 1350 capítulos de la versión original planteada por Federico, sino que es una versión de dos libros revisada por su hijo Manfredo. Tiene 111 folios de pergamino de 360 X 250 mm a dos columnas y, a diferencia de las otras copias que han llegado hasta nuestros días, contiene numerosas ilustraciones de aves y situaciones en los márgenes que apoyan gráficamente lo expuesto en el texto. No es una iluminación cuidada, como podemos ver en Biblias o Libros de Horas, sino que las aves o los cetreros están dibujados en los márgenes sin mucho orden. No hay hojas reservadas solo para las iluminaciones ni tienen espacios específicos dentro del folio.
Es un manuscrito que dio muchas vueltas y al que se le conocen al menos cinco dueños, por lo que muchas de sus hojas están rotas, con resto de humedad o con restos del paso de gusanos.
Tampoco está terminado y desde el folio 37 les falta la letra inicial y los calderones, aunque se han dejado los huecos. Muchas de las imágenes tampoco están terminadas, aunque sí están trazadas a falta de darles color. Ese es el caso de la figura del lobo que nos ocupa.
En el folio 8r se explica por qué las aves acuáticas vuelan hasta los humedales cada noche:
«Las causas por las que cada día van a los humedales son porque se encuentran más seguras de las fieras, como las nutrias, los zorros y otras alimañas y también de las rapaces (…) Durante la noche están en el agua no sólo para protegerse de las nutrias, los zorros, los lobos y otros animales peligrosos que podrían hacerles daño mientras duermen, sino también para, pasando allí la noche, poder dormir y descansar tranquilamente»
En la zona inferior derecha podemos ver claramente un mamífero que podría ser un zorro y más abajo, simplemente perfilado, la figura del lobo.
Es imposible saber por qué se dejaron sin terminar justo esa imagen, aunque es cierto que ocurre más veces a lo largo del manuscrito: con algún ave de poca entidad durante todo el códice y desde el folio 94v al 100r, donde todas las imágenes de cetreros están sin colorear.
Nunca sabremos, por tanto, si fue al final de un duro día de trabajo y que al día siguiente se le olvidara o incluso no fuera el mismo y pensara que el folio estaba terminado. Desde luego es un manuscrito sin rematar, al menos a lo que en la parte de iluminación se refiere, y es probable que la causa de ello fuera la batalla de Benevento en 1266, donde Carlos de Anjou, en alianza con las tropas de la Santa Sede, atacaron y mataron al propio Manfredo.
Pero al igual que el canis lupus real, nuestro lobo supo esquivar las adversidades y aparecer en la copia francesa que se hizo del manuscrito del que estamos hablando. A finales del s. XIII o principios del s. XIV, el manuscrito aparece en Francia y sus dueños encargan una versión en francés (el original estaba en latín, la lengua internacional de la época). Esta traducción se conserva como manuscrito 12400 en la Biblioteca Nacional de París pero, ¿el copista se habrá fijado en el lobo?
No es que sea una reproducción muy fiel, ni siquiera le hace mucho favor a la figura del lobo real, lo que llama la atención en contraste con la representación de algunas aves, claramente reconocibles.
Quede, pues, nuestro lobo, errante entre hojas de pergamino, como muestra de su perseverancia y su presencia, una vez más, en la cultura del hombre.
Patricio Jiménez/Culturaanimal.es