La memoria funciona de un modo caprichoso e independiente. No podemos controlar qué recuerdos se quedarán en nuestro interior, tal vez para siempre, ni tampoco qué recuerdos desaparecerán como si nunca los hubiésemos vivido.
Mi biblioteca funciona como catalizador de mi memoria, como sintonizador de recuerdos. Mientras que soy incapaz de acordarme del nombre y el piso en el que viven los vecinos con los que comparto un pequeño bloque de 4 plantas desde hace más de 10 años, sí recuerdo de qué modo conseguí mis 330 libros. Tal es la conexión que siento con ellos, que cuando mi pareja me pidió, por organización, que mezclara mi biblioteca con la suya, mucho más numerosa, me negué en redondo. Era como si mi vida se diluyera y me dio pavor perder la referencia de cada uno de ellos. Era como verter un vaso de agua dulce en el mar.
A veces, por la noche, en esos dos minutos eternos que conlleva la limpieza dental, mis ojos pasean por el lomo de los libros y revivo viejas historias. Es posible que alguno aún no me lo haya leído, no ha llegado su momento, o tal vez sí aunque ya no me acuerde muy bien del final, pero lo que tengo claro es cómo lo conseguí. Algunos los compré por Amazon, y entonces el recuerdo se acaba ahí, pero en otros casos, como hoy, he vuelto a recorrer las calles de Urueña.

Alguien nos había dicho que Urueña era la Villa del libro, y que estaba llena de librerías. Está en Valladolid, de camino a Madrid desde Asturias, así que allí acabamos una tarde de Julio después de comer, buscando la sombra como gatos cordobeses.

Las calles estaban desiertas, pero las librerías abiertas. Es verdad que había muchas, repartidas por este pueblo que parece sacado directamente de la Edad Media. De repente, en una esquina, una puerta abierta y unos exhibidores nos anunciaba la presencia de la primera de ellas. Esta estaba especializada en cine.
Como si fuéramos tres niños en busca de tesoros, fuimos recorriendo las tiendas que nos íbamos encontrando. Las librerías de libro viejo tienen unas características especiales, diferentes a las asépticas grandes tiendas a las que estamos acostumbrados en las ciudades. Lo primero es que suelen ser oscuras, sin ventanas, que ocuparían un espacio precioso que está reservado a las estanterías; lo segundo es el olor a papel viejo, el cálido olor de miles de historias concentradas; y por último el librero, normalmente callado, sentado en una pequeña mesa que parece estar a punto de sucumbir al peso de todos los volúmenes que lleva a cuestas. Este librero no te atosigará, no te preguntará qué quieres, te dejará mirar, buscar el tesoro tranquilo y tampoco te mirará mal si te vas sin nada después de media hora husmeando. Está acostumbrado.
Porque de eso se trata, de husmear. Yo siempre tengo algunos libros en mente cuando entro: el diccionario Madoz del XIX, el original sobre mamíferos de José Cabrera de 1914… pero principalmente entro a dejarme sorprender, y a veces lo consiguen.
Recuerdo perfectamente dónde encontré el libro que me traje de Urueña. Estaba al fondo, en una esquina de la derecha. Entre libros de viajes y naturaleza, las letras amarillas sobre el lomo negro llamaron inmediatamente mi atención: Lobos por el Bierzo, de Toño Criado.
Entonces, como si el despertador me sacara de un sueño, la vibración intermitente de mi cepillo eléctrico me indica que ya llevo dos minutos cepillando y me trae de nuevo a casa. Cojo el libro y vuelvo a mirar la portada, la contraportada, leo un poco de una hoja al azar. Sí, ahora sí, creo que ha llegado el momento de que lo lea.